La Gaceta

La realidad no acaba nunca

El Homo Bueno, aquel ser humano mejorado después de sentir el frío aliento de la muerte durante la pandemia, definitivamente ya no vendrá. Fue, quién duda, una ingenua ensoñación ante el vértigo del precipicio, una suerte de desvarío provocado por el perturbador recelo a que la peste derribara nuestra puerta para marcarnos la hora. Hoy, con una simple mirada alrededor, es fácil concluir que resultaría inútil esperar lo que nunca nadie prometió en serio y sí, en cambio, toca aceptar al Homo

Corriente, capaz de inventar una vacuna milagrosa, esclavizar a sus semejantes, llegar a la luna o matar a miles de inocentes con un par de misiles. Esa es nuestra especie, la que rueda cada día una película inclasificable, sin título posible, en el impreciso escenario que llamamos “vida”. En ella, sus protagonistas pueden transformarse alternativamente, y sin contradicción, en héroes, ladrones, filántropos, asesinos implacables, mecenas o líderes delirantes y crueles.

¿En qué escena de la película nos encontramos en este momento? En principio, y en vista de las pruebas, estamos a distancias siderales de aquella secuencia en la que había quienes de repente recuperaban la fe o la compasión para desconfianza de los dioses, o prometían ser altruistas y fraternales porque el espanto los arrinconaba; la misma en la que se veía un nuevo amanecer y de fondo sonaba una música embriagadora dando la bienvenida a una raza regenerada, dueña de una inteligencia sensible, que volvía su mirada hacia sus “hermanos” y prometía, después de “profundas reflexiones metafísicas”, renegar de sus miserias.

Por si aún hiciera falta subrayarlo, habrá que decir que todo aquello estaba destinado a no suceder nunca, salvo en mentes afiebradas. La experiencia es irrefutable al respecto. Apenas cabe recordar una sucesión de hechos históricos, ocurridos en el siglo XX, casi sin pausa temporal, para ratificarlo: Primera Guerra Mundial, alrededor de 16 millones de muertos, entre soldados y civiles; otros 6 millones de muertos por hambre, enfermedades y la falta de recursos derivados del conflicto, y más de 20 millones de heridos. A continuación, la Gripe Española, una peste que se llevó la vida de entre 50 y 100 millones de habitantes del planeta (las cifras siguen siendo confusas hasta hoy) Y, como si estos datos no hubieran sido suficientes para levantar una ceja, llegaría la Segunda Guerra Mundial para acabar con más de 50 millones de personas y crear infiernos en la tierra, como los campos de exterminio nazis.

Con estos antecedentes, no era difícil deducir que ciertos comportamientos durante la pandemia debían ser interpretados como un trastorno pasajero y no como una conducta regular. En último caso se parecían a la famosa “Apuesta de Pascal”. El matemático y filósofo francés del siglo XVII confesaría que a falta de pruebas racionales era partidario de “apostar” por la existencia de Dios ante el temor a que resultara cierta. Si crees y existe, irás al cielo; si no crees y existe, no irás al cielo; y si crees y no existe, no pierdes ni ganas nada. Por lo cual, decía, la opción más conveniente y la que deja más ganancias, es la que sostiene que Dios existe. Más humano, imposible.

En consecuencia, una vez más y ante los problemas actuales, quizás los mismos que estaban latentes, permanecían poco visibles por un interés en particular o se negaban por negligencia, se demuestra que el Homo Corriente sigue teniendo la misma estatura moral del ser pre-pandémico, estructurada sobre el absurdo y el contraste como pautas de conducta.

Así, mientras se sale de la etapa más sombría y mortal de la plaga, el Homo Corriente vuelve a la guerra, a la fábrica de cadáveres y dolor, a producir con sus acciones una crisis económica global, y a amenazar con una hambruna de proporciones gigantescas; vuelve a menospreciar, pese a las certezas, las amenazas más devastadoras del cambio climático (se derriten los polos, los pájaros han perdido el reloj estacional de migración, el desierto africano avanza por el sur de Europa -España es un ejemplo categórico- y el agua se transforma en una riqueza estratégica, por lo cual también en una razón bélica) y, como en una cadena, con un eslabón desastroso unido a otro, se llega a un punto de convergencia en el que destaca una insoportable desigualdad consecuencia de todo lo anterior; desigualdad que casi nadie se atreve a negar pero tampoco a enfrentar con determinación.

Aún más, pocos economistas, según los premios Nobel Robert Shiller y George Akerlof, intentan hablar de ella. En su libro “Animal Spirits”, sostienen en relación con el concepto de igualdad que “la teoría económica siempre lo ha arrinconado. Basta mirar los libros de texto (…) hablar de equidad con algunos economistas equivale a eructar en una cena de gala: sencillamente no se hace”.

Los datos, sin embargo, son obstinados: hablan de temas que ocupan nuestras conversaciones cotidianas. Por ejemplo, el salario. ¿Qué distancia se ha producido a lo largo del tiempo y cuál es la actual cuando se comparan los más altos con los más habituales? Un análisis de la compañía estadounidense Bloomberg sobre la brecha salarial entre los ejecutivos en la cúspide de las grandes empresas y los empleados regulares en 22 países, revela que los directivos superan el salario anual del trabajador promedio cada vez en menos tiempo, incluso se podría hablar de horas. En Estados Unidos, a los principales directores les lleva menos de dos días superar las ganancias anuales de sus subordinados. En India, menos todavía. El máximo responsable de una gran empresa puede lograrlo en un tercio de la primera jornada del año (unas tres horas aproximadamente).

Estas enormes diferencias salariales no son exclusivas de ningún país: pueden observarse también en naciones con niveles de vida altos. En Suecia, con una de las sociedades más igualitarias del mundo, la proporción de las ganancias de un CEO respecto a las de un trabajador regular es de 60 contra 1. En el libro “El caso de un salario máximo”, el periodista estadounidense Sam Pizzigati, cuenta que “en la mayoría de las grandes corporaciones los empleados tendrían que trabajar tres siglos para igualar el salario anual de su director ejecutivo. En algunas, como McDonald’s, 3101 años”. Llegado aquí, haría falta un adjetivo, pero cuesta encontrarlo. Si utilizáramos “aborrecible” o “desproporcionado”, seguramente acabaríamos insatisfechos.

¿Y a dónde nos llevan situaciones como esta? La respuesta la tiene Joseph Stiglitz, otro premio Nobel de economía y autor de “El precio de la desigualdad”: “Distribuir mal la riqueza deslegitima la democracia (…) se traduce en una menor igualdad de oportunidades para los ciudadanos”.

Por su lado, Robert Reich, profesor de Política Pública en la universidad de Berkeley, señala que a más desigualdad, mayor polarización. Entre las razones para que esto suceda, menciona una simple: cuando la gente trabaja duro pero no progresa o sale adelante, eso la entristece, la atemoriza y la enfada, en particular cuando siente que se le está haciendo trampa; la convierte en extremadamente vulnerable a los demagogos de derechas o de izquierdas.

¿Quién duda de que estos desequilibrios, con rasgos de indiscutible injusticia, envenenan la convivencia? La desigualdad -se ve en las corrientes políticas- genera monstruos peligrosamente populares que prometen fantasiosas reivindicaciones explotando la frustración y los miedos más primarios; los ciudadanos acaban decidiendo su voto en base a la ira y a una información defectuosa, mezcla de mentiras y verdades, otorgando el poder a personajes de sátira y tragedia, además de incapaces; termina, en suma, corrompiendo a las sociedades, arrebatándoles la brújula moral. Y una vez aquí, poco importa la legalidad o la honradez, incluso pueden resultar una piedra en el zapato; lo que importa es qué se tiene y a dónde se ha llegado, pero no cómo. Las diferencias materiales, entonces, alimentan el concepto de estatus y de éxito. En cuanto a la virtud y a la indecencia, no tienen premio ni castigo; se diría que, para algunos, ni siquiera fronteras.

¿Cuál será la próxima secuencia de esta película? En gran parte dependerá de la audacia ciudadana para exigir su papel imitando los rangos del teatro y del cine: protagonista, actor en el que recae la mayor parte del texto y de la interpretación; secundario, no es imprescindible que participe para que tenga sentido la trama; de reparto, intérprete cuyo texto no supera las 20 líneas; figurantes o extras, aquellos que no tienen texto pero que, gracias a que aparecen en la obra, enriquecen la escena.

La ventaja de la ficción sobre la realidad radica en que la ficción tiene un autor que decide algún tipo de desenlace, tanto en el tema como en el tiempo; la realidad no tiene un director y, claro, no acaba nunca.

OPINION

es-ar

2022-08-08T07:00:00.0000000Z

2022-08-08T07:00:00.0000000Z

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